ADMINISTRACIÓN NEURÓTICA VERSUS ARQUITECTURA PSICÓPATA (I)

Javier Fernández Muñoz

Arquitecto municipal de Santiago de Compostela

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 El otro día leí el artículo de Gerardo Pereira-Menaut (¿quién y cómo debe tomar las decisiones que afectan a Urarte? [1]. Los precedentes en el derecho público romano, revista digital KARDO do Observatorio Galego do Territorio, 11 de junio de 2014). Lo leí con gusto e interés. La perspectiva del pasado siempre nos hace sentir acompañados, embarcados en algo universal. Por lo que se ve, y se lee, la ciudad, lo debe ser…

Gerardo nos señala, haciendo referencia a un hermoso pasado, dos cuestiones esenciales. La primera es que la ciudad es, o debería ser, “…un lugar de convivencia, una empresa común…”, y la segundo que, en el proceso de su gestión, es esencial el quién y el cómo se toman las decisiones correspondientes.

Obviando que el origen de la cuestión, y su parte esencial, sería pactar en primer lugar lo que entendemos por ciudad y lo que esperamos que sea, siempre resulta interesante la identificación de “episodios” concretos que afectan al proceso general de su evolución. Sin embargo, la simple identificación de determinados eventos que integran este proceso de consolidación y crecimiento – de vida al fin y al cabo – de la ciudad no es suficiente. A la vista de los resultados, ya no lo es.

Deberíamos ser capaces de ir acopiando todos estos “elementos” – la gran mayoría ya identificados – y relacionarlos entre sí para definir un modelo que nos permita “interpretar” el territorio, “representarlo” – en todos sus sentidos: dibujarlo, entenderlo, defenderlo, “actuarlo”…- responsablemente, para obtener la que debería ser (como ya fue en algunos momentos del pasado) la más hermosa y armoniosa de las representaciones posibles, la del habitar del hombre en la naturaleza.

La arquitectura de verdad, la cotidiana, se encuentra ahora inmersa en una tremenda dialéctica entre una administración neurótica – ensimismada y enredada en su propia trama – y una “arquitectura de autor” psicópata, delirante, cuyo peor y más abundante reflejo deformado en el territorio es el resultado de la acción de pseudo-promotores (políticos y constructores), siempre apoyados en una determinada estirpe de técnicos – irresponsables cuando no directamente faltos de escrúpulos – cómplices necesarios en la materialización de construcciones y urbanizaciones que nada tienen quever con la dinámica cultural que deberían albergar.

Sigfried Giedion recoge en su “Espacio, tiempo y arquitectura. Origen y desarrollo de una nueva tradición”, “Si hace falta una actitud universal en algún aspecto de la arquitectura, ese aspecto es el urbanismo. En ausencia de un estudio amplio, de un punto de vista clarividente, no puede haber  orden urbano. Los periodos incapaces de alcanzar una visión consecuente del mundo también son incapaces de hacer realidad esa clase de urbanismo que va más allá de una simple colección de retazos…”, y continúa desarrollando la idea de la necesidad de huir de lecturas del urbanismo excesivamente especializadas que desembocan en una “…escandalosa falta de orientación y una incapacidad para eliminar los inconvenientes más obvios.” ¿Acaso este comentario escrito a finales de los años 60 no solo es de rabiosa actualidad, sino que el problema se ha agudizado hasta alcanzar extremos insoportables…?

Propongo ahora, mientras seguimos discutiendo las posibles políticas urbanísticas, mientras intentamos definir un mapa y un destino, concentrarnos en diseñar, en elegir, el vehículo con el que nos queremos conducir en esos posibles recorridos, que nos permita movernos por todo este proceso con alguna oportunidad de obtener un resultado culturalmente satisfactorio. Con lo que tenemos no hacemos más que zozobrar, hace aguas y responde claramente a la desidia y el desorden, alimentando –cuando no directamente promovido por y para – el mantenimiento de determinados privilegios y mecanismos económicos por todos conocidos.

Para empezar, creo que un buen camino sería analizar todo el proceso de una intervención “tipo” en el territorio. Desde su origen, la simple intención promotora, hasta su materialización, la finalización de su ejecución técnica, identificando y desgranando todos los eventos que se encadenan en el proceso, importantes o no, grandes o pequeños, poniéndolos en relación entre sí, en el tiempo y con la sociedad y la cultura contemporánea. En este análisis, seguro, destacarán rápidamente los puntos débiles de este itinerario y se nos abrirán espacios de oportunidad para mejorarlo.

Enseguida nos daremos cuenta de que uno de los problemas más evidentes es que heredamos un marco normativo desestructurado, extenso, confuso e incoherente, con múltiples vacíos, solapamientos y contradicciones, que lo condiciona todo y no siempre para bien. Es producto, seguramente, de esa híper-especialización de la que nos hablaba Giedion, que no hace sino desorientarnos. Una especie de huida hacia delante de la administración en perpetua persecución de una supuesta excelencia, que nunca vendrá únicamente de la mano de una acción administrativa, sino más bien de una apropiación cultural por parte de la sociedad de ciertos valores urbanísticos y arquitectónicos. Y esto solo será posible en un paisaje administrativo comprensible y estable.

¿Acaso no debería estar explicado de forma sencilla, explicita, cómo se estructuran entre si las distintas normas y protocolos que afectan al proceso de intervención e el territorio? ¿Cuáles son necesarias? ¿Cómo encajan, qué le corresponde a cada una? ¿Quién las debe redactar, quién supervisar, quién valorar? y (volviendo a Gerardo…) ¿Quién las debe aprobar…? y ¿Cómo se relacionan las administraciones entre sí y con el ciudadano?

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